«Me gustaría, en
efecto, ubicar mis observaciones dedicadas a las grandes dificultades ya las
pequeñas alegrías de la traducción bajo la égida del título La prueba de lo ajeno, que Antoine Berman —a quien
echamos tanto de menos— dio a su notable ensayo sobre la cultura y la
traducción en la Alemania
romántica.
Hablaré primero y
más extensamente de las dificultades vinculadas con la traducción en tanto
desafío difícil, a veces imposible. Esas dificultades están precisamente
resumidas en el término francés épreuve, en su doble sentido de “pena
experimentada” y de “prueba”. Mise
á l’épreuve, puesta a prueba,
como se dice, de un proyecto, de un deseo, aun de una pulsión: la pulsión
de traducir.
Para iluminar esa épreuve, sugiero comparar la “tarea del
traductor” de la que habla Walter Benjamin con el doble sentido que Freud
le da a “trabajo”, cuando en un ensayo se refiere al “trabajo del
recuerdo” y en otro, al “trabajo del duelo”. También en traducción existe
cierto salvataje y cierta aceptación de la pérdida.
¿Salvataje de qué?
¿Pérdida de qué? Es la pregunta que plantea el término étranger en el título de Berman. En
efecto, dos términos son puestos en relación por al acto de traducir: lo
extranjero —término que abarca la obra, el autor, su lengua— y el lector
destinatario de la obra traducida. Y entre ambos, el traductor, que
transmite, que hace pasar el mensaje de un idioma a otro. En esa incómoda
situación de mediador reside la prueba en cuestión. Franz Rosenzweig dio a
esa experiencia la forma de una paradoja. Traducir, dice, es servir a
dos amos: al extranjero en su obra, al lector en su deseo de apropiación.
Autor extranjero, lector que habita la misma lengua que el traductor. Esta
paradoja revela, en efecto, una problemática sin par, sancionada
doblemente por un voto de fidelidad y una sospecha de traición. Schleiermacher
descomponía la paradoja en dos frases: “llevar al lector al
autor”, “llevar al autor al lector”.
En este
intercambio, en este quiasmo reside el equivalente de lo que hemos
llamado antes el trabajo del recuerdo, el trabajo del duelo. Trabajo del
recuerdo primero: este trabajo, que también puede compararse con el
trabajo de parto, afecta a los dos polos de la traducción. Por un lado,
acomete contra la sacralización de la lengua flameada materna, contra su
intolerancia identitaria.
Esta resistencia del
lector no debe ser subestimada. La pretensión de autosuficiencia,
el rechazo de la mediación de lo extranjero, han nutrido en secreto
numerosos etnocentrismos lingüísticos y, más gravemente, numerosas
pretensiones de hegemonía cultural, tal corno se observó con el latín, de la Antigüedad tardía al
fin de la Edad Media ,
y aun más allá del Renacimiento; por parte también del francés en la edad
clásica; por parte del angloamericano en nuestros días. Como en
psicoanálisis, he empleado el término “resistencia” para denominar el
rechazo solapado de la experiencia de lo extranjero por parte de la lengua
receptora.
Pero la resistencia
al trabajo de traducción en tanto equivalente del trabajo del recuerdo, no
es menor por parte de la lengua extranjera. El traductor encuentra esa
resistencia en diversos estadios de su empresa. La encuentra desde antes
de comenzar, bajo la forma de la presunción de no traducibilidad, que lo
inhibe aun antes de acometer la obra. Todo sucede como si en la emoción
inicial, en la angustia de comenzar, el texto extranjero se elevara como
una masa inerte de resistencia a la traducción. Por una parte, esa
presunción inicial no es sino un fantasma alimentado por el reconocimiento
banal de que el original no será duplicado por otro original; reconocimiento,
como dije, banal, pues se parece al de todo coleccionista frente a la
mejor copia de una obra de arte. El coleccionista conoce el defecto mayor,
que es el de no ser el original. Pero un fantasma de traducción perfecta
reemplaza ese sueño banal del original duplicado, y culmina en el temor de
que la traducción, por ser una traducción, sea, de alguna manera, mala por
definición.
La resistencia a la
traducción reviste una forma menos fantasmática, una vez que el trabajo de
traducción ha comenzado. Las zonas de intraducibilidad están diseminadas en
el texto, y hacen de la traducción un drama, y del deseo de una buena
traducción un desafío. En este sentido, la traducción de obras poéticas es
la que ha ejercitado mas los espíritus, precisamente, en la época del
romanticismo alemán, de Herder a Goethe, de Schiller a Novalis, más tarde
aún en Von Humboldt y Schleiermacher, y, en nuestros días, en Benjamin y
Rosenzweig.
La poesía
ofrecería, en efecto, la gran dificultad de la unión inseparable del sentido y
la sonoridad, del significado y el significante. Pero la traducción de
obras filosóficas revela dificultades de otro orden y, en cierto sentido,
igualmente irreductibles, en la medida en que surgen en el plano mismo del
recorte de los campos semánticos que resultan ser no superponibles
exactamente en lenguas diferentes. Y la dificultad llega a su colmo con
las palabras clave, las Grundwörter, que el traductor se impone a veces
erróneamente traducir palabra por palabra: la misma palabra recibe un
equivalente fijo en la lengua de llegada.
Pero ese obstáculo
legítimo tiene sus límites, en la medida en que esas famosas
palabras clave, Vorstellung,
Aufhebung, Dasein, Ereignis, son
también ellas condensados de larga textualidad, donde contextos enteros se
reflejan, sin hablar de los fenómenos de intertextualidad disimulados en la
acuñación misma de la palabra. Intertextualidad que equivale a veces a
transformación, a refutación de empleos anteriores por autores que pertenecen
a la misma tradición de pensamiento o a tradiciones adversas.
No sólo los campos
semánticos no se superponen; tampoco las sintaxis son equivalentes. Los
giros idiomáticos no transmiten los mismos legados culturales; y qué
decir de las connotaciones a medias mudas, que pesan sobre las denotaciones
mejor delimitadas del vocabulario de origen y que flotan de alguna manera
entre los signos, las oraciones, las secuencias cortas o largas. A ese
complejo de heterogeneidad, el texto extranjero le debe su resistencia a
la traducción, y, en este sentido, su intraducibilidad esporádica.
En los textos
filosóficos, provistos de una semántica rigurosa, la paradoja de
la traducción es puesta al desnudo. Así, el lógico Quine, en la línea de
la filosofía analítica de lengua inglesa, da la forma de una imposibilidad
a la idea de correspondencia sin adecuación entre dos textos. El dilema es
el siguiente: los textos de partida y de llegada deberían, en una buena
traducción, estar medidos por un tercer texto inexistente. El problema
consiste en decir lo mismo o en pretender decir lo mismo de dos maneras
diferentes. Pero eso mismo, eso idéntico, no está dado en ninguna parte a la
manera de un tercer texto cuyo estatuto sería el del tercer hombre en el Parménides de Platón, tercero entre la
idea del hombre y los ejemplos humanos que participan de la idea verdadera y
real.
A falta de ese
tercer texto, en el que residiría el sentido mismo, el idéntico semántico,
el único recurso es la lectura crítica de algunos especialistas si no
políglotas al menos bilingües, lectura crítica que equivale a una
retraducción privada, por la cual nuestro lector competente rehace por su
cuenta el trabajo de traducción, asumiendo a su vez la experiencia de la
traducción y chocándose con la misma paradoja de una equivalencia sin adecuación.
Hemos seguido al
traductor desde la angustia que lo retiene antes de comenzar y a través de
la lucha con el texto a lo largo de su traducción: lo abandonamos en el estado
de insatisfacción en que lo deja la obra terminada.
Antoine Berman, a
quien he releído intensamente para esta ocasión, resume en una fórmula
feliz las dos modalidades de la resistencia: la del texto a traducir y la de la
lengua receptora de la traducción. Cito: “En el plano psíquico —dice
Berman— el traductor es ambivalente. Quiere forzar ambos lados, forzar su
lengua y cargar el lastre de lo extranjero; forzar la otra lengua hasta
de-portarse en su lengua materna”.
Nuestra comparación
con el trabajo del recuerdo, evocado por Freud, encuentra así
su equivalente apropiado en el trabajo de traducción, trabajo conquistado
en el frente doble de una resistencia doble. Y bien, llegado a este punto
de dramatización, el trabajo del duelo encuentra su equivalente en la
traductología, y le aporta su amarga pero preciosa compensación. Lo
resumiré en pocas palabras: renunciar al ideal de la traducción perfecta.
Sólo ese renunciamiento permite vivir, como una deficiencia aceptada, la
imposibilidad enunciada antes de servir a dos amos: el autor y el lector.
Ese duelo permite también asumir las dos tareas discordantes de “llevar al
autor al lector”, y de “llevar al lector al autor”.
En resumen, el
coraje de asumir la problemática bien conocida de la fidelidad y de
la traición: deseo/sospecha. Pero ¿de qué traducción perfecta se trata en
ese renunciamiento, en ese trabajo del duelo? Lacoue-Labarthe y Jean-Luc
Nancy le han dado una versión válida para los románticos alemanes bajo el
título de L’absolu
littéraire. Ese absoluto rige una empresa de aproximación, que ha
recibido nombres diferentes: “regeneración” de la lengua de llegada en
Goethe, “potencialización” de la lengua de partida por Novalis,
convergencia del doble proceso de Bildung que funciona para una y otra
en Von Humboldt.
Ahora bien, ese
sueño no ha sido enteramente engañoso, en la medida en que ha alentado la
ambición de sacar a la luz del día la cara oculta de la lengua de partida de
la obra a traducir y, recíprocamente, la ambición de desprovincializar la
lengua materna, invitada a pensarse como una lengua entre otras y, en
última instancia, a percibirse a sí misma como extranjera. Pero ese deseo
de traducción perfecta ha revestido otras formas.
Citaré apenas dos: primero, el objetivo cosmopolita, en la huella de la Aufklärung, el sueño de
constituir la biblioteca total, que sería, por acumulación, el Libro, la red infinitamente
ramificada de las traducciones de todas las obras en todas las lenguas, y
que cristalizaría en una suerte de biblioteca universal en donde las
intraducibilidades estarían borradas por completo. Ese sueño de
omnitraducción, que sería también el de una racionalidad totalmente
liberada de las restricciones culturales y de las
limitaciones comunitarias aspiraría a saturar el espacio de comunicación
interlingüística y colmar la ausencia de lengua universal. El otro
objetivo de la traducción perfecta se ha encarnado en la espera mesiánica
revivida en el plano del lenguaje por Walter Benjamin en “La tarea
del traductor”, ese texto magnífico. El objetivo sería, entonces, el
lenguaje puro, como dice Benjamin, que toda traducción lleva en sí como su
eco mesiánico. Bajo todas estas figuras, el sueño de la traducción
perfecta equivale al deseo de una ganancia para la traducción, de una
ganancia sin pérdidas. Precisamente, es necesario hacer el duelo de esa
ganancia sin pérdidas, hasta la aceptación de la diferencia insuperable de
lo propio y lo extranjero. La universalidad recobrada aspiraría a suprimir
la memoria de lo extranjero, y quizás hasta el amor por la lengua propia,
a causa del desprecio provinciano de la lengua materna.
Semejante universalidad borraría su propia historia y convertiría a todos en
extranjeros para sí mismos, en apátridas del lenguaje, en exiliados que
habrían renunciado a la búsqueda de asilo de una lengua receptora. En
resumen, en nómadas errantes.
Y es ese duelo de
la traducción absoluta lo que va de la mano de la felicidad de
traducir. La felicidad de traducir es una ganancia cuando, sujeta a la
pérdida del absoluto lingüístico, acepta la distancia entre la adecuación
y la equivalencia, la equivalencia sin adecuación. Allí reside su
felicidad. Confesando y asumiendo la irreductibilidad del par de lo propio y
lo extranjero, el
traductor encuentra su recompensa en el reconocimiento del
estatuto insuperable de dialogicidad del acto de traducir como el
horizonte razonable del deseo de traducir. A pesar de lo agonística que
dramatiza la tarea del traductor, éste puede encontrar su felicidad en lo
que me gustaría llamar la hospitalidad
lingüística.
Su régimen es,
pues, el de una correspondencia sin adecuación. Frágil condición, que sólo
admite como verificación el trabajo de retraducción que evoqué antes, como una
suerte de ejercicio de doblaje por bilingüismo mínimo del trabajo del
traductor: retraducir después del traductor. He partido de estos dos
modelos, más o menos emparentadas con el psicoanálisis, del trabajo del
recuerdo y el trabajo del duelo, pero quiero decir que, al igual que en el
acto de narrar, se puede traducir de otra manera, sin esperanza de colmar
la brecha entre equivalencia y adecuación total. Hospitalidad lingüística,
pues, donde el placer de habitar la lengua del otro es compensado por el
placer de recibir en la propia casa la palabra del extranjero».
Paul Ricoeur
(Discurso pronunciado en el Institut Historique Allemand el 15 de abril de 1997).
(Discurso pronunciado en el Institut Historique Allemand el 15 de abril de 1997).