lunes, 3 de octubre de 2016

Desafío y felicidad de la traducción

«Me gustaría, en efecto, ubicar mis observaciones dedicadas a las grandes dificultades ya las pequeñas alegrías de la traducción bajo la égida del título La prueba de lo ajeno, que Antoine Berman —a quien echamos tanto de menos— dio a su notable ensayo sobre la cultura y la traducción en la Alemania romántica.
Hablaré primero y más extensamente de las dificultades vinculadas con la traducción en tanto desafío difícil, a veces imposible. Esas dificultades están precisamente resumidas en el término francés épreuve, en su doble sentido de “pena experimentada” y de “prueba”. Mise á l’épreuve, puesta a prueba, como se dice, de un proyecto, de un deseo, aun de una pulsión: la pulsión de traducir.
Para iluminar esa épreuve, sugiero comparar la “tarea del traductor” de la que habla Walter Benjamin con el doble sentido que Freud le da a “trabajo”, cuando en un ensayo se refiere al “trabajo del recuerdo” y en otro, al “trabajo del duelo”. También en traducción existe cierto salvataje y cierta aceptación de la pérdida.
¿Salvataje de qué? ¿Pérdida de qué? Es la pregunta que plantea el término étranger en el título de Berman. En efecto, dos términos son puestos en relación por al acto de traducir: lo extranjero —término que abarca la obra, el autor, su lengua— y el lector destinatario de la obra traducida. Y entre ambos, el traductor, que transmite, que hace pasar el mensaje de un idioma a otro. En esa incómoda situación de mediador reside la prueba en cuestión. Franz Rosenzweig dio a esa experiencia la forma de una paradoja. Traducir, dice, es servir a dos amos: al extranjero en su obra, al lector en su deseo de apropiación. Autor extranjero, lector que habita la misma lengua que el traductor. Esta paradoja revela, en efecto, una problemática sin par, sancionada doblemente por un voto de fidelidad y una sospecha de traición. Schleiermacher descomponía la paradoja en dos frases: “llevar al lector al autor”, “llevar al autor al lector”.
En este intercambio, en este quiasmo reside el equivalente de lo que hemos llamado antes el trabajo del recuerdo, el trabajo del duelo. Trabajo del recuerdo primero: este trabajo, que también puede compararse con el trabajo de parto, afecta a los dos polos de la traducción. Por un lado, acomete contra la sacralización de la lengua flameada materna, contra su intolerancia identitaria.
Esta resistencia del lector no debe ser subestimada. La pretensión de autosuficiencia, el rechazo de la mediación de lo extranjero, han nutrido en secreto numerosos etnocentrismos lingüísticos y, más gravemente, numerosas pretensiones de hegemonía cultural, tal corno se observó con el latín, de la Antigüedad tardía al fin de la Edad Media, y aun más allá del Renacimiento; por parte también del francés en la edad clásica; por parte del angloamericano en nuestros días. Como en psicoanálisis, he empleado el término “resistencia” para denominar el rechazo solapado de la experiencia de lo extranjero por parte de la lengua receptora.
Pero la resistencia al trabajo de traducción en tanto equivalente del trabajo del recuerdo, no es menor por parte de la lengua extranjera. El traductor encuentra esa resistencia en diversos estadios de su empresa. La encuentra desde antes de comenzar, bajo la forma de la presunción de no traducibilidad, que lo inhibe aun antes de acometer la obra. Todo sucede como si en la emoción inicial, en la angustia de comenzar, el texto extranjero se elevara como una masa inerte de resistencia a la traducción. Por una parte, esa presunción inicial no es sino un fantasma alimentado por el reconocimiento banal de que el original no será duplicado por otro original; reconocimiento, como dije, banal, pues se parece al de todo coleccionista frente a la mejor copia de una obra de arte. El coleccionista conoce el defecto mayor, que es el de no ser el original. Pero un fantasma de traducción perfecta reemplaza ese sueño banal del original duplicado, y culmina en el temor de que la traducción, por ser una traducción, sea, de alguna manera, mala por definición.
La resistencia a la traducción reviste una forma menos fantasmática, una vez que el trabajo de traducción ha comenzado. Las zonas de intraducibilidad están diseminadas en el texto, y hacen de la traducción un drama, y del deseo de una buena traducción un desafío. En este sentido, la traducción de obras poéticas es la que ha ejercitado mas los espíritus, precisamente, en la época del romanticismo alemán, de Herder a Goethe, de Schiller a Novalis, más tarde aún en Von Humboldt y Schleiermacher, y, en nuestros días, en Benjamin y Rosenzweig.
La poesía ofrecería, en efecto, la gran dificultad de la unión inseparable del sentido y la sonoridad, del significado y el significante. Pero la traducción de obras filosóficas revela dificultades de otro orden y, en cierto sentido, igualmente irreductibles, en la medida en que surgen en el plano mismo del recorte de los campos semánticos que resultan ser no superponibles exactamente en lenguas diferentes. Y la dificultad llega a su colmo con las palabras clave, las Grundwörter, que el traductor se impone a veces erróneamente traducir palabra por palabra: la misma palabra recibe un equivalente fijo en la lengua de llegada.
Pero ese obstáculo legítimo tiene sus límites, en la medida en que esas famosas palabras clave, Vorstellung, Aufhebung, Dasein, Ereignis, son también ellas condensados de larga textualidad, donde contextos enteros se reflejan, sin hablar de los fenómenos de intertextualidad disimulados en la acuñación misma de la palabra. Intertextualidad que equivale a veces a transformación, a refutación de empleos anteriores por autores que pertenecen a la misma tradición de pensamiento o a tradiciones adversas.
No sólo los campos semánticos no se superponen; tampoco las sintaxis son equivalentes. Los giros idiomáticos no transmiten los mismos legados culturales; y qué decir de las connotaciones a medias mudas, que pesan sobre las denotaciones mejor delimitadas del vocabulario de origen y que flotan de alguna manera entre los signos, las oraciones, las secuencias cortas o largas. A ese complejo de heterogeneidad, el texto extranjero le debe su resistencia a la traducción, y, en este sentido, su intraducibilidad esporádica.
En los textos filosóficos, provistos de una semántica rigurosa, la paradoja de la traducción es puesta al desnudo. Así, el lógico Quine, en la línea de la filosofía analítica de lengua inglesa, da la forma de una imposibilidad a la idea de correspondencia sin adecuación entre dos textos. El dilema es el siguiente: los textos de partida y de llegada deberían, en una buena traducción, estar medidos por un tercer texto inexistente. El problema consiste en decir lo mismo o en pretender decir lo mismo de dos maneras diferentes. Pero eso mismo, eso idéntico, no está dado en ninguna parte a la manera de un tercer texto cuyo estatuto sería el del tercer hombre en el Parménides de Platón, tercero entre la idea del hombre y los ejemplos humanos que participan de la idea verdadera y real.
A falta de ese tercer texto, en el que residiría el sentido mismo, el idéntico semántico, el único recurso es la lectura crítica de algunos especialistas si no políglotas al menos bilingües, lectura crítica que equivale a una retraducción privada, por la cual nuestro lector competente rehace por su cuenta el trabajo de traducción, asumiendo a su vez la experiencia de la traducción y chocándose con la misma paradoja de una equivalencia sin adecuación.
Abro aquí un paréntesis: al hablar de retraducción por el lector, rozo el problema más general de la retraducción incesante de las grandes obras, de los grandes clásicos de la cultura universal, la Biblia, Shakespeare, Dante, Cervantes, Moliére. Quizá sea preciso decir que es en la retraducción donde mejor se observa la pulsión de traducción alimentada por la insatisfacción frente a las traducciones existentes. Cierro el paréntesis.
Hemos seguido al traductor desde la angustia que lo retiene antes de comenzar y a través de la lucha con el texto a lo largo de su traducción: lo abandonamos en el estado de insatisfacción en que lo deja la obra terminada.
Antoine Berman, a quien he releído intensamente para esta ocasión, resume en una fórmula feliz las dos modalidades de la resistencia: la del texto a traducir y la de la lengua receptora de la traducción. Cito: “En el plano psíquico —dice Berman— el traductor es ambivalente. Quiere forzar ambos lados, forzar su lengua y cargar el lastre de lo extranjero; forzar la otra lengua hasta de-portarse en su lengua materna”.
Nuestra comparación con el trabajo del recuerdo, evocado por Freud, encuentra así su equivalente apropiado en el trabajo de traducción, trabajo conquistado en el frente doble de una resistencia doble. Y bien, llegado a este punto de dramatización, el trabajo del duelo encuentra su equivalente en la traductología, y le aporta su amarga pero preciosa compensación. Lo resumiré en pocas palabras: renunciar al ideal de la traducción perfecta.
Sólo ese renunciamiento permite vivir, como una deficiencia aceptada, la imposibilidad enunciada antes de servir a dos amos: el autor y el lector. Ese duelo permite también asumir las dos tareas discordantes de “llevar al autor al lector”, y de “llevar al lector al autor”.
En resumen, el coraje de asumir la problemática bien conocida de la fidelidad y de la traición: deseo/sospecha. Pero ¿de qué traducción perfecta se trata en ese renunciamiento, en ese trabajo del duelo? Lacoue-Labarthe y Jean-Luc Nancy le han dado una versión válida para los románticos alemanes bajo el título de L’absolu littéraire. Ese absoluto rige una empresa de aproximación, que ha recibido nombres diferentes: “regeneración” de la lengua de llegada en Goethe, “potencialización” de la lengua de partida por Novalis, convergencia del doble proceso de Bildung que funciona para una y otra en Von Humboldt.
Ahora bien, ese sueño no ha sido enteramente engañoso, en la medida en que ha alentado la ambición de sacar a la luz del día la cara oculta de la lengua de partida de la obra a traducir y, recíprocamente, la ambición de desprovincializar la lengua materna, invitada a pensarse como una lengua entre otras y, en última instancia, a percibirse a sí misma como extranjera. Pero ese deseo de traducción perfecta ha revestido otras formas.
Citaré apenas dos: primero, el objetivo cosmopolita, en la huella de la Aufklärung, el sueño de constituir la biblioteca total, que sería, por acumulación, el Libro, la red infinitamente ramificada de las traducciones de todas las obras en todas las lenguas, y que cristalizaría en una suerte de biblioteca universal en donde las intraducibilidades estarían borradas por completo. Ese sueño de omnitraducción, que sería también el de una racionalidad totalmente liberada de las restricciones culturales y de las limitaciones comunitarias aspiraría a saturar el espacio de comunicación interlingüística y colmar la ausencia de lengua universal. El otro objetivo de la traducción perfecta se ha encarnado en la espera mesiánica revivida en el plano del lenguaje por Walter Benjamin en “La tarea del traductor”, ese texto magnífico. El objetivo sería, entonces, el lenguaje puro, como dice Benjamin, que toda traducción lleva en sí como su eco mesiánico. Bajo todas estas figuras, el sueño de la traducción perfecta equivale al deseo de una ganancia para la traducción, de una ganancia sin pérdidas. Precisamente, es necesario hacer el duelo de esa ganancia sin pérdidas, hasta la aceptación de la diferencia insuperable de lo propio y lo extranjero. La universalidad recobrada aspiraría a suprimir la memoria de lo extranjero, y quizás hasta el amor por la lengua propia, a causa del desprecio provinciano de la lengua materna.

Semejante universalidad borraría su propia historia y convertiría a todos en extranjeros para sí mismos, en apátridas del lenguaje, en exiliados que habrían renunciado a la búsqueda de asilo de una lengua receptora. En resumen, en nómadas errantes.
Y es ese duelo de la traducción absoluta lo que va de la mano de la felicidad de traducir. La felicidad de traducir es una ganancia cuando, sujeta a la pérdida del absoluto lingüístico, acepta la distancia entre la adecuación y la equivalencia, la equivalencia sin adecuación. Allí reside su felicidad. Confesando y asumiendo la irreductibilidad del par de lo propio y lo extranjero, el traductor encuentra su recompensa en el reconocimiento del estatuto insuperable de dialogicidad del acto de traducir como el horizonte razonable del deseo de traducir. A pesar de lo agonística que dramatiza la tarea del traductor, éste puede encontrar su felicidad en lo que me gustaría llamar la hospitalidad lingüística.
Su régimen es, pues, el de una correspondencia sin adecuación. Frágil condición, que sólo admite como verificación el trabajo de retraducción que evoqué antes, como una suerte de ejercicio de doblaje por bilingüismo mínimo del trabajo del traductor: retraducir después del traductor. He partido de estos dos modelos, más o menos emparentadas con el psicoanálisis, del trabajo del recuerdo y el trabajo del duelo, pero quiero decir que, al igual que en el acto de narrar, se puede traducir de otra manera, sin esperanza de colmar la brecha entre equivalencia y adecuación total. Hospitalidad lingüística, pues, donde el placer de habitar la lengua del otro es compensado por el placer de recibir en la propia casa la palabra del extranjero».


Paul Ricoeur

(Discurso pronunciado en el Institut Historique Allemand el 15 de abril de 1997).